Lo que no hemos superado de la segunda Gran Guerra

Tribuna universitaria

Prisioneros en Auschwitz, el día después de su liberación.
Prisioneros en Auschwitz, el día después de su liberación. / AFP / Yad Vashem
Rosa María Almansa Pérez - Profesora de Historia Contemporánea de la Universidad de Córdoba

29 de junio 2025 - 06:59

Córdoba/Historiadores y otros estudiosos venimos discutiendo hace ya mucho si abordamos el fin de toda una etapa histórica. Mientras que no pudieron ser más erradas las entusiastas predicciones de futuro de Fukuyama a comienzos de los años 90, hoy más bien abundan los diagnósticos acerca de una crisis estructural global, mientras que otros apuntan al fin ya irreversible de nuestra civilización.

Ha habido quienes, con una mirada honesta hacia la Historia capaz de huir de tantos lugares comunes, y con solidaridad sincera hacia el inmenso sacrificio que supuso la Segunda Guerra Mundial, ya percibieron que esta se cerró en falso. Que se tergiverse hoy a menudo ese pasado es, desde luego, una señal de ello. Se nos oculta, por ejemplo, como relataba el historiador Josep Fontana refiriéndose a la Alemania Federal y a los aliados occidentales, que "ambos bandos procuraron hacerse con los servicios de hombres de las SS".

En definitiva, que el proceso de desnazificación fue, a propósito, muy incompleto en las democracias occidentales. Tiende a silenciarse igualmente que, desde 2010, Stepan Bandera, que ejecutó actos de limpieza étnica contra los judíos y colaboró con el nazismo, es héroe nacional de Ucrania.

Por poner solo un último ejemplo, en el Museo sobre Historia de Europa que alberga la ciudad de Bruselas, proyecto del Parlamento Europeo, no se hace mención —entre otros hechos— a la batalla de Stalingrado para relatar la Segunda Guerra Mundial. Ese hito, saldado con un triunfo soviético que pagó al precio de casi un millón y medio de muertos, resultó clave para la victoria sobre el nazismo en el continente. En la muestra tampoco se alude, por razones muy diferentes, a los pactos de Múnich.

Son datos que deberían hacernos reflexionar muy en serio acerca del mundo en que vivimos. La que Eric Hobsbawm llamó la "era de las catástrofes" ha dado, desde luego, mucho que pensar, pero los lazos no parecen haberse roto con el pasado. En la segunda Gran Guerra hay al menos dos hechos que, por su envergadura, pero sobre todo por su calculada frialdad, supusieron que se traspasara un nuevo y tenebroso límite de deshumanización.

Holocausto

Uno de tales hechos es el Holocausto. Como sabemos, el nazismo planeó y ejecutó el traslado, la concentración y el aniquilamiento —con sistemática precisión industrial— de millones de personas consideradas de “razas inferiores” y otros colectivos no deseados. Se calcula que cerca de seis millones de ellos eran judíos, unos once millones eslavos de diferentes nacionalidades, y un largo etcétera. En la estrategia nazi de exterminio hubo, como es sabido, motivaciones ideológicas —el anticomunismo fue la primera de ellas—, pero incluso estas contaron con un trasfondo racista (se ligaba “semitismo” y “bolchevismo”). El racismo constituyó, pues, un vector esencial. Desde 1933, Alemania se había reconfigurado sobre bases raciales.

Un segundo hecho puede considerarse asimismo otra especie de holocausto por las circunstancias que lo rodearon. Se trata del lanzamiento, por parte de Estados Unidos, de sendas bombas atómicas sobre dos poblaciones japonesas sin ningún tipo de relevancia militar. Al final de la guerra, los aliados estaban llevando a cabo mortíferas campañas de bombardeos sobre ciudades sin significación estratégica —como Dresde o Hamburgo— con el objetivo de desmoralizar a las tropas en el frente. Pero en Japón se puso en juego un arma con unas consecuencias letales de una magnitud casi inconmensurable. Aun así, ni siquiera se lanzó la bomba para dañar principalmente a un enemigo que ya estaba, de hecho, derrotado y a punto de la rendición. Se hizo con el objetivo de acelerar esa rendición y evitar así la intervención de la URSS (dispuesta ya a invadir Manchuria según lo firmado en Yalta) en la gestión de la posguerra en Oriente.

Hiroshima tras caer la bomba atómica
Hiroshima tras caer la bomba atómica / Hiroshima Peace Memorial Museum / Efe

Naturalmente, el traspaso de la línea roja de la agresión nuclear constituyó también una seria advertencia acerca del statu quo que se iniciaba a partir de entonces. Aunque la Unión Soviética estaba lejos de constituir una amenaza militar para Estados Unidos (la primera estaba devastada y exhausta y los segundos casi intactos y con su poderío en ascenso), sí se consideraba peligroso su prestigio alcanzado en la guerra. Los motivos de la masacre atómica no fueron, pues, ni militares ni tampoco ideológicos en primera instancia, sino más bien estratégicos y propagandísticos.

Se perpetraron, como es sabido, otras muchas atrocidades en el conflicto por parte de todos los contendientes, pero, sin negar en absoluto su trascendencia y barbarie, las anteriormente señaladas llaman la atención en especial por la frialdad y el cálculo tomados para su ejecución, que contaron con la aceptación mayoritaria de los aparatos estatales y las propias poblaciones de los países ejecutores.

Es posible, por todo ello, que estos y otros hechos semejantes constituyan señales del agotamiento de las posibilidades de un mundo que, sin duda, es todavía el nuestro.

Descolonización

Pero la cuestión, con ser terrible, no queda ahí. Tras una guerra absolutamente devastadora donde la cuestión racial fue central, el mundo atendió a la emergencia de varias décadas de procesos de descolonización que encontraron una enconada resistencia por parte de las potencias coloniales, entre ellas algunas democracias notables. La fundamentación del colonialismo es, evidentemente, el racismo. En Estados Unidos, tanto Kennedy como Johnson cedieron al fin, ya en los sesenta, a la redacción de normas que lo limitaran decididamente, dado que resultaba insostenible para la imagen del país en el contexto de la Guerra Fría. Por otro lado, en 1948, justo después de la contienda, se permitió —con la anuencia de las grandes potencias del momento, incluyendo la soviética—, la creación de un nuevo Estado de base racial: Israel.

El motivo de la tolerancia hacia la declaración unilateral del nuevo Estado no estuvo en la reparación al enorme daño sufrido por los judíos europeos por las políticas de exterminio. Las raíces del hecho se encuentran en el fomento británico de la emigración judía al Estado de Palestina desde la declaración de Balfour de 1917, con total indiferencia hacia la población árabe allí instalada y con el solo objetivo de favorecer sus intereses estratégicos en Oriente Medio. Las consecuencias del sostenimiento, desde entonces —a pesar de las durísimas lecciones de la Guerra Mundial—, de un Estado con indisimulados sentimientos y proyectos racistas, las tenemos hoy ante nuestros ojos: el genocidio palestino.

¿Realmente hemos superado lo que nos condujo a la segunda Gran Guerra?

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