Lecciones alemanas
Dietario de España
Los servicios de Inteligencia alemanes colocan a la AfD camino de la ilegalización. ¿Sería posible algo similar en España?

LA pregunta es: ¿cómo se les explica a 10,3 millones de ciudadanos que el partido al que han votado, segunda fuerza política, con 152 diputados y el 21% del voto, es “una organización extremista de derechas” considerada un peligro para la democracia? Una organización que ya puede ser sometida a control; sus reuniones pueden ser vigiladas; sus comunicaciones, interceptadas; y su ilegalización, replanteada. Incluso puede perder la financiación pública porque así lo recoge la Constitución alemana en el caso de partidos que amenacen el orden democrático liberal. La lógica indica que, con esta clasificación, las cámaras parlamentarias, el Gobierno y el Tribunal Constitucional alemán deberían actuar para ilegalizarlo.
Ya hay una primera consecuencia: de facto se impide romper el cordón sanitario que todos los partidos (también los conservadores de la CDU, tan decisivo en el PP europeo) le tienen levantado a Alternativa por Alemania (AfD). Por si alguno tuviera la tentación, aunque ¿quién querría aliarse con un partido declarado extremista y considerado oficialmente antidemocrático? Éste es el resultado de un informe de mil páginas elaborado por los servicios de inteligencia alemana integrados en la Oficina Federal para la Protección de la Constitución durante tres años y que llega muy tarde, cuando el estigmatizado partido ya es la segunda fuerza política del país, aunque su poder es muy limitado gracias a que los demás partidos no pactan con ellos. Lecciones alemanas.
1933-2025
¿Pero realmente hay diez millones de nazis o de neonazis en Alemania? ¿Quienes votan a AfD son nazis, pronazis, filonazis o protonazis? Su líder en Turingia y verdadera referencia del partido, Björn Höcke, utiliza habitualmente eslóganes nazis –el Todo por Alemania es el mismo de las tropas de asalto nazis–, es un experto en trivializar el holocausto y propone deportar a ciudadanos alemanes “de ascendencia no étnicamente alemana”.
Pero, insistimos, ¿diez millones de ciudadanos nazis o asimilados? Para afirmar tal cosa habría que reformular el significado del nacionalsocialismo y considerar que el nuevo nazismo es el odio al inmigrante. En ese caso, indubitadamente lo serían. Estamos en el siglo XXI y pese a que reverdecen los aromas a los años 30 europeos, nadie es tan insensato como para asumir el riesgo de la sinceridad total. Nadie propondría hoy abrir campos de exterminio, ni mucho menos, aunque los nazis tampoco lo planteaban cuando ganaron las elecciones en 1933 y terminaron haciéndolo. Como tampoco habían anunciado la ley habilitante, que aprobarían tres semanas después –con un acuerdo con Zentrum, un partido católico de centro–, enterrando la separación de poderes, inaugurando la Alemania nazi y enviando a prisión a los diputados comunistas y a una buena parte de los socialdemócratas. Si no lo han hecho, lean El orden del día (Èric Vuillard, Ed. Colección andanzas), un retrato sobrecogedor sobre la complicidad empresarial –Bayer, Agfa, BMW, Opel, Siemens, Allianz, Krupp, etc– como financiadores del poder nazi; y Síndrome 1933 (Siegmund Ginzberg, Ed. Gatopardo ensayo), un manual para descifrar la cara oculta de esos partidos que hablan en nombre del pueblo, que dicen no profesar ideología alguna y que sólo les mueve el afán de servicio a sus compatriotas, en cuyo nombre manipulan, fomentan el odio y sepultan, si pueden, el orden constitucional.
Es más fácil creer que todo esto es una comparación hiperbólica a que hay riesgos reales de deconstrucción del ecosistema político y constitucional que disfrutamos hoy con consecuencias inimaginables. Si cree que en Europa en 1933 se daban unas circunstancias políticas y sociológicas muy especiales y por lo tanto justificatorias de lo que ocurrió, levante la vista, analice y reflexione sobre el entorno global en el que nos movemos y en las cosas que están ocurriendo. Nada es igual, obvio; pero según se mire, nada es especialmente diferente.
Todos los ultras lo son a su manera
La AfD tiene réplicas y antecedentes en toda la UE. Todos los partidos ultras lo son a su manera. No son clones ni son todos nazis, pero comparten una esencia intransferible: el odio al inmigrante, el neoultranacionalismo exaltado que explican mejor con símbolos y discursos que con sesudas teorías políticas, la manipulación como herramienta y la patrimonialización del pueblo. Sus éxitos empiezan a repetirse cada fin de semana en toda Europa.
El último caso ha sido Rumanía, donde ha avasallado en primera ronda el candidato ultra, en unas elecciones que se repetían por la injerencia rusa. Rumanía, que entró en la UE en 2007, lo que le ha supuesto un impulso definitivo hacia su progreso casi triplicando su PIB en menos de 20 años, acaba de votar a un líder eurófobo. Un país de la corona del Este que terminará decidiendo en segunda ronda si sigue en la UE y en la OTAN o queda bajo la protección de una especie de una nueva versión del Pacto de Varsovia liderado por Putin. El fin de semana anterior fue Farage, el líder del Brexit, quien obtuvo el 40% de los sufragios en las elecciones locales parciales de Inglaterra, golpeando duro a derecha e izquierda y anticipando nuevos vuelcos electorales.
Son partidos que desacomplejadamente explican el origen de los problemas (con predilección por los inmigrantes) y señalan a los culpables de las desigualdades y los problemas socioeconómicos, que son los otros: los partidos de toda la vida, especialmente los de izquierdas y las derechitas cobardes.
¿Sería posible ilegalizar a Vox?
En ese sentido, Vox forma parte del mismo conglomerado emergente en todo el planeta. Abascal felicitó a la AfD por su resultado y lo defiende como el paradigma de la rebeldía del pueblo contra los de siempre. El informe de la Inteligencia de alemana sostiene que “la comprensión del pueblo basada en la etnicidad (..) es incompatible con el orden democrático libre”. ¿Podría plantearse en España algo similar con Vox? Vox y la AfD, aunque se tienen profunda simpatía, no son la misma cosa. Los voxeros no son nazis ni antivacunas ni rechazan el euro y su consideración sobre la UE es diferente. Si no abordan la recuperación de la historia de igual manera –Vox reivindica el franquismo como una etapa “de progreso” y donde tiene poder ha tumbado todo lo relacionado con la memoria histórica en feliz concordia con el PP– es porque la AfD no puede hacerlo abiertamente con el nazismo porque en Alemania es ilegal.
En España sólo es posible la ilegalización de un partido si incumple la ley de partidos en cuanto a la vulneración de los principios democráticos, incluida “la persecución de personas por razón de su ideología, religión o creencias, nacionalidad, raza, sexo u orientación sexual”. No es demasiado diferente de lo que dice la Carta Magna alemana –que fue la gran inspiradora de la española– pero en la interpretación está el truco. ¿Qué es “perseguir”? ¿Puede ser denostar, injuriar, promover el odio, proponer la expulsión, insultar, manipular o acusar? ¿Lo hace Vox respecto a quienes profesan el islam, a ciudadanos de determinadas razas o a las personas LGTBI? De tanto repetir, de tanto naturalizar lo que dicen y de tanto pacto ya no le prestamos la atención que merecen a las cosas que dicen y hacen, hasta que Alemania ha venido a recordarnos ciertas cosas. Aparte, Vox ya incumple la ley de partidos ocultando el origen de los 9,2 millones de euros que le prestó el banco húngaro de Orban para su campaña. Detalles menores. Calderilla.
El etnicismo
En todo caso, el punto de conexión de la etnicidad es innegable. En su programa electoral, aborda Vox la idea de “las fronteras fuertes” mezclando evidentes eufemismos con mentiras como la de “la invasión de inmigrantes”. Con falsedades y sin matices los culpan de la inseguridad en los barrios, los cargan con las violaciones, los meten en el saco del yihadismo y los criminalizan por el uso espurio de las ayudas y los servicios públicos. O por cobrar las célebres e inexistentes paguitas del mismo Estado que condena al hambre a los patriotas españoles. Cuando hablan de yihadismo o de impedir la llegada de pateras no parecen estar pensando en los eslavos que vienen a España a blanquear y manejar sus redes de droga o prostitución. Eso es etnicismo. Lo mismo que hace la AfD, que no solo detesta a los inmigrantes pobres sino que no considera alemanes a aquellos que aún siéndolo nacieron en otros países. En Alemania, vacunados por su pasado y el horror nazi, se toman muy en serio estas cosas. No es el caso de España, donde, al contrario, se naturalizan los discursos sobre el franquismo como si la dictadura hubiera sido una verbena de 40 años, y se trata a sus exégetas como si fueran los muchachos malotes de la derecha española, bizarros, algo pasados de testosterona y sin pelos en la lengua, pero en el fondo buenos chavales.
Cuando Trump y su banda han arremetido contra el Estado alemán por las decisiones tomadas contra la AfD, el Ministerio de Exteriores germano ha sido contundente en su respuesta a los Vance, Musk, Rubio y demás ultras: “Hemos aprendido de nuestra historia que el extremismo de derechas debe ser detenido”. Hubiera sido más oportuno eliminar la cualidad “de derechas”. Del extremismo de izquierdas se sacan idénticas lecciones y se cuentan los muertos con las mismas decenas de miles. Pero de eso se trata, de aprender algo y cuanto antes mejor.
Los perdedores rescatan a los ultras
Los ultras se han hecho fuertes porque los partidos tradicionales –que hicieron el trabajo importante para traernos hasta aquí– están bajo mínimos, con España como excepción. La corrupción y la endogamia partidista los devora, practican un sectarismo alejado de los intereses generales y formalmente (frente a los ultras) son partidos blandengues que siguen defendiendo el imperio de la ley y el blindaje institucional frente al autoritarismo, una medicina que bien administrada hace mucho bien a la gente. “No soy un líder blandito”, ha dicho Nigel Farage.
A los perdedores de la globalización y el progreso les dan igual las leyes y la democracia. Se han cansado de una democracia convertida en retórica, un sistema que no les proporciona un empleo digno ni el acceso a una vivienda ni les “limpia” las calles de delincuentes. Esas clases populares en apuros son las que han sacado a los partidos ultras de la marginalidad. Si no fuera por ellos, seguirían siendo una excrecencia del sistema, plataformas minoritarias de nostálgicos más o menos peligrosos pero electoral e institucionalmente irrelevantes.
La ultraderecha gana elecciones y espacio utilizando el miedo (inmigrantes: empleo y costumbres) y el resentimiento (los derrotados de este tiempo). Sus votantes quieren soluciones, ya muy lejos de asumir que la maltrecha democracia siga siendo la mejor de las soluciones porque les protege de quienes los engañan y de ellos mismos que votan a quienes les engañan.
Resentimiento y miedo
Muchos votantes de esos partidos quieren venganza. Que alguien pague por sus problemas. No tienen por qué compartir la parte más dura del ideario ultra: creen que votar a estos partidos es una forma de acabar con los privilegios, la inacción y los engaños de los partidos tradicionales. La manera de sacar de las calles a los árabes, los negros y los latinos. Ocurre a lo largo y ancho del mundo: desde Trump a Meloni pasando por Orban o el Partido de los finlandeses. Muchos no votan por apoyar ideas locas, aunque saben que lo hacen. Es una forma de odiar a la izquierda y lo que representa, es esa bandera anti woke que tan bien agitan Trump y su partida de palmeros de la AdF. El establishment político como enemigo.
El odio suele ser detonado por el miedo, que lo generan las desigualdades y el desconocimiento. Cuanto menos avisado se está más fácil es ser manipulado. Por eso para una parte de esos votantes existen causas superiores a las morales: los radicales de la AdF votan sin resquemores a Alice Widel, una economista de 45 años, que reside en Suiza, prorrusa –“Occidente ha ofendido a Putin”– lesbiana, casada con una mujer nacida en Sri Lanka y, por lo tanto, anatema del ideal ultra respecto a la raza y los valores tradicionales. La identidad, asunto espinoso en aquel país. La otra pregunta pendiente en Alemania es saber hasta qué punto la AfD se va a retroalimentar de “la persecución” del Estado contra ellos. A los ultras esa narrativa les funciona de maravilla. Si las instituciones alemanas compran el pleito de la ilegalización pueden dar por hecho un lío mayúsculo y posiblemente nuevos apoyos a los “perseguidos”. Es lo lógico, pero para los ultras la acción del Estado contra ellos es como el cochino: todo se aprovecha. Acaba de ocurrir en Rumanía: la suspensión de la primera convocatoria de las elecciones y su repetición debido a la injerencia rusa ha disparado los apoyos a los ultras en esta segunda tentativa, doblando a la segunda fuerza. Y ya tenemos otro líder mesiánico y radical a punto de coronarse, pendiente de las alianzas a la contra en la segunda ronda. En eso tiene razón Abascal, como empiece el baile, van a tener que ilegalizar a media Europa.
Todo voto es permeable
En el caso de los neonazis alemanes sus votos llegan desde la CDU (un millón), de los liberales (900.000: el FDP perdió sus 92 escaños) e incluso de los socialdemócratas (720.000). Farage le quitó a los laboristas en Inglaterra el 40% de sus votos: ojo porque la impermeabilidad entre diferentes ya no existe. La mayoría de votos de la AfD procedió de los grupos de edad entre 25 y 34 años y de entre 35 y 44. Fue la segunda fuerza entre los más jóvenes (18-24 años). Lo votaron más hombres que mujeres y fue el partido más apoyado por quienes declararon estar en una situación económica difícil (un 20% más que en las elecciones anteriores). Dos datos más de interés y definitorios: un tercio de sus votos proceden de personas que sólo tienen formación elemental y obtiene más apoyos en los entornos rurales que en los urbanos. Ítem más: los ultras que suponen un peligro para la democracia según la Inteligencia alemana arrasaron en los landers del Este. Los ciudadanos de la antigua Alemania comunista prefieren a los de Widel, que además es prorrusa.
Pero si se analiza bien, ésta no es la fotografía de diez millones de nazis. El origen de los votos es diverso. Es el reflejo de diez millones de ciudadanos que, hartos de que el sistema no les solucione sus problemas han decidido echarse en brazos de quienes les prometen acabar con la fuente de sus problemas: los partidos de toda la vida y los inmigrantes; les garantizan “mano dura”, ese bálsamo que calienta el espíritu; y se comprometen a recuperar los valores tradicionales frente al libertinaje tóxico que se ha instalado en nuestras vidas. La inmensa mayoría de votantes no son nazis, pero están apoyando a esa forma radical, peligrosa y desaforada de hacer política que con diferentes pelajes y gradaciones se está instalando en toda Europa. También en España.
BREVERÍAS
El reñidero energético
Mezclar el apagón con un debate sobre la energía nuclear y las renovables no va a dejar nada bueno. En España estamos demasiado acostumbrados a hacer debates contra algo en vez de debatir sobre algo. Dos semanas después aun seguimos sin una explicación sobre lo sucedido. Las declaraciones políticas lo han inflamado todo y hemos conducido el asunto al clásico reñidero español. Lo que necesitamos, además de que alguien explique cuanto antes qué sucedió y si puede volver a ocurrir, es un proceso de información rigurosa que nos permita entender hacia donde vamos y los riesgos y las ventajas del mix energético. Justo lo contrario.
Ayuso roja y gualda
Madrid no solo es España dentro de España sino que el 2 de mayo va camino de ser la verdadera fiesta nacional frente al sainetillo pusilánime que monta este Gobierno traidor los 12 de octubre. Por eso Ayuso se viste de rojo y gualda, proyecta vídeos del Ejército ya que no puede pasarles revista presencial, lanza mamporros a los mamelucos, baila un chotis agarrao y desinvita a los miembros del Ejecutivo de Sánchez. “A los madrileños nadie nos encierra ni nos apaga”. Madrid, pueblo indómito y recargable. A las barricadas, Isabel. ¡A por las cañas y el bocata de calamares, oiga! Y sujétame el cubata, Miguel Ángel: que los felones van tos palante. Sólo le falta que MAR le haga por IA un remedo de La libertad guiando al pueblo de Delacroix, pecho fuera incluido. Estreno para 2026. El nacionalismo cañí, el diseño conceptual, operativo y provocador da grima. Pero le funciona de fábula en las encuestas. Y Pedro Sánchez necesita recuperar oxígeno electoral en Madrid, donde el PP le saca casi medio millón de votos y seis escaños. Más roja y gualda se va a poner Ayuso lo que queda de legislatura. Más colorado Óscar López como no remonte algo. Más verde se va a quedar Feijóo.
Fin del anonimato
La red X, en antiguo Twitter, se ha convertido esta semana en un juego de desenmascaramiento de perfiles anónimos. Todo empezó con el outing forzoso del tal Capitán Bitcoin, cuyo nombre y apellidos ha quedado al descubierto. Lo han tildado de conspiranoico, antivacunas, propagador de bulos, machista, racista y xenófobo. Le han seguido otros pocos marcados por el mismo patrón. En cuanto se conoció su identidad borró el perfil y despareció. Insultar anónimamente, por lo visto, mola. Sostener las mismas cosas con su identidad real ya no es tan divertido. Quien no sea capaz de decir con nombre y apellido lo que dicen camuflados tras un alias no deberían tener perfil en esa casa. Aunque esto es mucho pedirle a Elon Musk.
También te puede interesar