06 de junio 2025 - 03:09

Toda cicatriz es una forma de archivo. Una inscripción muda que no olvida. En ella se condensa el peso de la experiencia, pero también su sostén. Es raíz y es ancla: señal indeleble de haber estado, de haber atravesado un umbral —de haber sido, en definitiva. Porque ¿qué signo más concreto tenemos del hecho de haber vivido que aquello que en nosotros dejó marca?

Persiste, sin embargo, una idea equivocada: la que asocia fuerza con ausencia de fractura. Pero tal vez la fortaleza verdadera no consista en resistir intacto, sino en saberse recomponer. En aceptar la grieta como parte constitutiva del propio mapa. Lo incólume, al fin y al cabo, no ha sido puesto a prueba; solo lo que ha sido quebrado conoce la naturaleza íntima de su materia.

Las cicatrices visibles son relatos abiertos. Huellas que el cuerpo registra con nitidez. Indican un punto de inflexión: una caída, una cirugía, un accidente. Narran —sin pronunciar— que algo ocurrió, y que de alguna forma fue superado. Su sola presencia habla de un antes y un después. Pero hay otras marcas, menos evidentes, más tenaces: las internas. Aquellas que deja una pérdida no resuelta, una despedida sin palabras, una ausencia que aún ocupa su sitio. ¿Dónde se inscriben esas cicatrices que no se ven? ¿En qué parte del cuerpo se esconden sin ser advertidas?

Y sin embargo, el proceso es el mismo. Algo se quiebra, duele, sangra. Luego viene la costra, y después, una piel nueva. Parecida, pero no idéntica. Una piel que ha mutado: más resistente, algo más insensible. Más cauta, más sabia. Porque ha incorporado la experiencia no como lastre, sino como variable de fortaleza. Es en esa alquimia discreta donde se forja nuestra identidad más honda. No en la herida en sí, sino en el modo en que la integramos a nosotras mismas. Porque solo al cerrarla comprendemos lo vivido y le permitimos un lugar en nuestro cuerpo.

Vivir, en parte, es aceptar la perspectiva que nos deja el tiempo. Es reconocernos también en las costuras, en los bordes, en las zonas que se rompieron pero que se armaron y amaron a la vez. Porque no hay derrota en la marca; hay testimonio. Hay una narrativa corporal que no se escribe con palabras, pero que dice mucho más que cualquier relato.

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