
El balcón
Ignacio Martínez
Show en Roma
Su propio afán
Una chica de 27 años muy progre, tras ver la película Orgullo y prejuicio (Joe Wright, 2005), fue corriendo a la inteligencia artificial. A preguntarle a un supuesto Mr. Darcy qué demonios estaba haciendo ella mal en su vida amorosa. ¿Por qué no podía salir con un caballero? Este anhelo no es un caso aislado.
La conversación la ha publicado en un artículo de Evie Magazine. El Darcy de pega no tiene pelos en la lengua y se marca un auténtico Donoso Cortés. Explica a la chica que está poniendo tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. Esto es, que su comportamiento espanta a los Darcy y atrae a los Wickham, que están a la que salta. Como Mr. Darcy, aunque sea de IA, es un gentleman, no se atreve a exigirle a la señorita que, si ella quiere a un dueño de Pemberley, tiene que ser una Elizabeth Bennet. No vale una Lydia, como es obvio, ni tampoco una Jane Bennet. Hay que ser Lizzy. No se lo dice, pero casi. La anima a respetarse a sí misma como algo sagrado, a ser inteligente, elegante, valiente, apreciativa, templada, femenina y con una pizca de rebeldía contra mundum.
La conversación merece la pena, literalmente. O sea, que da pena, por lo desconcertada que está la chica y por cómo se agarra a sus prejuicios. Sabe bien lo que desea, pero no está convencida de ser consecuente. Y así quedan las cosas. Rechaza los consejos, pero no ha borrado la conversación –nos confiesa–, por si acaso.
Yo la animaría a no volver a ver la película de 2005, demasiado “romantizada”, que de ahí arranca el mal, y a dejarse de ChatGPT, que ahí termina. Necesita leer el original, más sutil y convincente. Y si le cuesta el libro, ver al menos la serie de la BBC de 1995 con una maravillosa Jennifer Ehle y un correctísimo Colin Firth. Y luego leer Emma, novela con una firme apuesta por la maduración personal de la protagonista como requisito previo y con un caballero, George Knightly, muy interesante, que pasa, como pasan tantos caballeros muy interesantes, desapercibido. Percibirlos es prioritario.
El gran Theodore Dalrymple, cuando trabajaba de psiquiatra en un barrio marginal de Londres, rogaba a las chicas que llegaban con vidas destrozadas por una pésima elección de sus parejas, que el próximo novio se lo presentasen a él, a ver si les daba su aprobación. Y ellas se reían. Sabían de sobra qué habría aprobado Dalrymple y qué no. No hace falta tanto asesoramiento. Sólo la determinación.
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