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Esta pasada semana he recibido muchos mensajes de personas de Latinoamérica, fundamentalmente, sorprendidas en su mayoría por la excesiva importancia que le estábamos dando al apagón del lunes 28 de abril. Qué harían ustedes con cortes de suministro de 18 horas que tenemos casi todos los días, me escribía un usuario cubano. No pasa nada, la electricidad siempre vuelve, no se preocupen, me decían desde Honduras. Si tiro de memoria, en mi infancia los apagones eran más de frecuentes, y con duraciones, en algunos casos, superiores al que hemos padecido recientemente. Recuerdo el protocolo: revisión a los plomillos, que no hubieran “saltado”, y llamada a los otros vecinos, para saber si ellos también estaban sin luz. El protocolo de pilas, radios y velas, ya lo teníamos ampliamente superado. No había que salir a comprar, ya las teníamos.
El apagón me ha traído de vuelta una imagen de mis principios lectores. Tenía una pequeña bombilla que conectaba a una pila de petaca (los más jóvenes no sabrán a qué me refiero), que me reportaba la suficiente luz para leer en la cama. Mis dioptrías actuales tal vez sean herencia de aquellas noches. El tiempo ha pasado, tecnológica, industrial y socialmente hemos avanzado mucho, y muchas cosas del pasado que fueron habituales ya no lo son, entre ellos los apagones. Una circunstancia que muestra nuestra debilidad actual, acostumbrados a un mundo sin sobresaltos. Las cosas del primer mundo, o eso dicen. Interconectados como estamos, no sé si echamos más en falta la electricidad o la cobertura, el no poder comunicarnos o informarnos por los canales que desde unas décadas consideramos como habituales, todos ellos dependientes de contar con Internet.
Eso lo percibí en mis hijos, que también lo son de su tiempo, nerviosos y desconcertados ante una situación que les era nueva. Bromeamos sobre la llegada de un mundo apocalíptico, ante el cual sabríamos cómo actuar ya que hemos visto The Walking Dead, The Last of Us y todas las series y pelis similares. Muchas latas, botellas de agua, pilas, una buena mochila y un mapa de carreteras, como kit esencial de supervivencia. Eso sí, entre broma y broma, preguntas constantes sobre la duración, causas y demás detalles de lo sucedido. Y como antaño, como también viví en mi infancia (pero desde la más normal de las rutinas), toda la familia alrededor de la radio. Desde siempre lo he tenido claro, el medio de comunicación que más se ha ido a los adaptando a los cambios y usos tecnológicos es la radio. Por cuestiones muy simples: es inmediata, es relativamente barata, es fácil de encontrar y, sobre todo, puedes estar haciendo otras cosas mientras la escuchas. Y es que la radio tiene mucho de compañía. Durante el apagón muchos descubrieron el poder social de la radio, y que ha cumplido con nota a lo largo de su historia, en momentos muy complejos, en muchas ocasiones. Yo no tuve que salir a comprar una radio ni pilas, es más, me extrañó que no fuera más habitual. No concibo mis mañanas sin escuchar la radio mientras me aseo, trabajo o desayuno, siempre han sido así, y siempre lo seguirán siendo.
Muchas personas comentaban en las redes que ya no queríamos vivir más situaciones históricas, porque la verdad es que llevamos unas cuantas. Espero y deseo que lo acontecido el pasado 28 de abril, a las 12.33, no merme ni frene otro proceso histórico por el que estamos atravesando: la transición energética. Durante demasiado tiempo hemos contaminado nuestro planeta recurriendo a la energía procedente de lo fósil, carbón y petróleo, fundamentalmente. Seguramente no hemos tenido más remedio, pero hoy ya contamos con otras fuentes de energía, limpias y sostenibles, a las que no podemos renunciar, ya que son garantía de futuro, a secas. Espero que esto no se convierta en un debate político interesado y electoralista, porque no hay nada que debatir. Es lógico, y hasta normal, que un cambio tan brusco en nuestro consumo energético tenga errores. Pocos llevamos, si lo pensamos un instante. Me despido celebrando el civismo que demostramos, muy escasas incidencias, y felicitando a nuestros profesionales de los servicios públicos, que volvieron a ser un ejemplo. Muy especialmente los sanitarios, algo que viví en propias carnes. El día siguiente me tocaba consulta y quimio, y todo fue como la seda, sin apenas retrasos. Y es que cuando queremos, somos mejores de lo que nos empeñamos en (no) demostrar.
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