El Bombo

Manolo el del Bombo hace 45 años, cuando comenzó a darle con la maza por los estadios, era de las pocas notas exóticas que los realizadores podían utilizar para narrar brevemente en los tiempos muertos de los partidos. Lo mejor que podía pasar ante un 0-0 era ver a Manolo subiendo y bajando por las gradas, persiguiendo al tedio.

El fútbol era más correoso, lento a ojos de hoy para verlo en la pantalla. La gente iba al campo de paisano así que Manuel era la personificación de esa furia que parecía necesitar la selección para triunfar. Para vencer por los pelos, por la épica. Así no íbamos a ganar el Mundial 82 como, efectivamente, sucedió. Pero ya por entonces, el tío de la chapela, que había sido descubierto por los realizadores italianos en la Eurocopa 1980 de los estadios desiertos, representaba el aliento infatigable, la fe cariñosa de las causas imposibles, dando la tabarra a los españoles de la grada y haciendo reír a los rivales. Había mucho de ese espíritu emigrante, de complejo perdedor, de resignación de cuartos, en su estampa. Manolo iba en ese ADN de tintorro y bocata en papel de aluminio ante el inclemente fútbol de barro y patadón. Con los lustros nos fuimos refinando, tal vez sin darnos cuenta. Nos hicimos mayores. España estaba en el meollo e íbamos mejorando como nunca aunque siempre, desde nuestra prosperidad mullida, hemos tenido ganas de confrontarnos y ajustarnos las cuentas.

El tiki taka sustituyó a la furia y el fútbol se hizo holandés, mucho más técnico, y en las gradas no había gente de pie e incluso alguno se atiborraba en el palco reservado. La selección terminó ganando esas cosas que siempre ganaban los otros y el personal se enfunda la camiseta formando parte del personaje colectivo que está en la grada. Manolo se hizo anacrónico, una mota de color cuando en tiempos rudimentarios parecía que el balón se movía por sus estruendos. Su bombo se queda mudo en ese pasado remoto del que parecía formar parte, de donde venimos.