
Cambio de sentido
Carmen Camacho
Ritual
El mundo de ayer
He estado este fin de semana en la comunión de mi sobrino. Hacía años que no pisaba la iglesia. Durante mucho tiempo estuve yendo a misa sin convicción, con una fe impulsada por la inercia, inerte. Pasé muchas horas oyendo sin escuchar las homilías y salmos, repitiendo maquinalmente las palabras, comulgando, dando la paz, mientras examinaba distraído los vidrios de colores, las figuras de los cuadros, el Cristo en la cruz, la madera de los bancos. El aburrimiento es una mancha de aceite que todo lo atrae y con todo se distrae. Nada parecía haber cambiado desde entonces, salvo el tiempo, salvo todos nosotros.
Yo pensaba haber escrito sobre esos años de mismas misas, sobre el aburrimiento inducido de los rituales, y acerca del poderoso don de la repetición. Ir al mismo sitio el mismo día a la misma hora comparte fuentes con la ceremonia japonesa del té. Lo inútil, lo que no lleva a nada, de la mano de las horas conduce a lugares insospechados y trascendentales. Sobre todo a nosotros mismos. Ya dijo Pascal que la mayor desgracia del hombre es que sea incapaz de quedarse quieto en su habitación.
Iba a hablar del hábito y la costumbre, y el lunes se fue la luz. Por detrás de lo que sabemos que repetimos, se nos apareció lo que no sabemos que repetimos, esos minúsculos y cotidianos actos basados en otra religión, la de la seguridad. El cuerpo, que es un campo sembrado de tiempo, mantenía aún la memoria de esos actos: horas dentro del apagón, aún accionábamos interruptores, llamábamos al porterillo.
La angustia y la incertidumbre dejaron paso a la calma, a un extravío de nuestros deberes y preocupaciones. Los niños jugaban, la tarde ardía de pájaros. El ruido, ese sordo latir de la tierra, se apagó. La noche llegó, envuelta en un velo púrpura. No había nada que hacer. Coches ronroneaban con la radio puesta. La luz y la sombra compartían espacio sin mezclarse, en un desordenado damero, como un paisaje de ensueño.
Todos estos son síntomas de un inusitado y rotundo olvido del mundo. Para los que no recuperamos la luz y la cobertura hasta muy avanzada la noche, nuestro entorno se redujo a una ventana, a una calle, a nuestros propios sentidos. El mundo dejó de ser un caldero de noticias, de imágenes, de sonidos machacones. Detrás de esa capa viscosa de información, otro mundo se abría. Leí unas páginas a la luz de una vela, en silencio, dejándome la vista, rodeado por todos los fantasmas que nuestra luz ahuyenta. Los fantasmas sólo se ven de noche. A esa hora, envuelto en nieblas, recuerda uno lo mucho que ha vivido y seguirá viviendo de espaldas al mundo.
También te puede interesar
Cambio de sentido
Carmen Camacho
Ritual
Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Mr. Darcy al habla
Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Luz antigua
Gafas de cerca
Tacho Rufino
Milagros de plástico
Lo último